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El problema
DE LA PERSONA EN LAS CIENCIAS SOCIALES.
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Aportes desde la antropología
de la muerte
Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales,
Universidad Nacional de San Martín (EIDAES-UNSAM), Argentina diradosta@gmail.com
https://orcid.org/0000-0003-3507-2437
RECIBIDO: 10 de septiembre de 2024
ACEPTADO: 10 de octubre de 2024
Resumen
En el siguiente ensayo busco hacer un aporte a un debate fundamental en las ciencias sociales y humanas: la variabilidad cultural de la noción de persona y las posibilidades de construir un concepto analítico que sistematice sus características estructurales. Lo haré tomando como puntapié inicial lo propuesto por Márcio Goldman, para profundizar a partir de allí en algunos autores —fundamentalmente Clifford Geertz y Charles Taylor— cuyas propuestas considero útiles para pensar esta cuestión. Propongo además que la antropología de la muerte es una rama disciplinar con una potencialidad específica en la reflexión en torno a la noción de persona, por lo que, a partir de investigaciones enmarcadas en esta corriente de pensamiento —entre las cuales se encuentran mis propios hallazgos—, expongo cuáles serían efectivamente esos aportes.
Palabras clave
persona; antropología; muerte
The Problem of the Person in Social Sciences. Contributions from the Anthropology of Death
Abstract
In this essay, I seek to contribute to a fundamental debate in the social and human sciences: the cultural variability of the notion of person and the possibilities of constructing an analytical concept that systematizes its structural characteristics. I will use as a starting point the proposal made by Márcio Goldman, from which I will delve deeper into some authors —fundamentally Clifford Geertz and Charles Taylor— whose contributions I consider useful for thinking about this issue. I also propose that the anthropology of death is a disciplinary branch with specific potential for reflecting on the notion of person, and thus, based on research framed within this school of thought —including my own findings— I present what those contributions might effectively be
Keywords
person; anthropology; death
Introducción
En un ensayo publicado casi al inicio del nuevo milenio, Márcio Goldman (1999) se propuso la tarea de reactualizar un debate fundamental de las ciencias sociales y humanas: el de la noción de persona. Su puntapié inicial se retrotrae al ya conocido escrito de Marcel Mauss (1979) en el cual el autor instituye la necesidad sociológica de reconstruir la historia social de las nociones que han sido utilizadas históricamente en los diversos grupos humanos para distinguir al yo. Al discutir la tesis de la persona como una categoría innata del intelecto humano, Mauss da cuenta de la naturaleza cambiante del concepto, asociando esta movilidad con la vinculación específica que existe entre la estructura social y los procesos de individuación de los sujetos. De esta última frase se desprende, en síntesis, el motivo por el cual la problemática respecto a las categorías que utilizamos para significar a la persona es un tema de profunda relevancia para las ciencias sociales: allí pareciera asentarse parte del núcleo de una discusión histórica respecto a la conexión entre las dimensiones subjetivas y culturales de la existencia de los seres humanos.
Ha pasado un cuarto de siglo desde la publicación de Goldman, y efectivamente las discusiones al respecto de esta noción están lejos de haberse zanjado. La posibilidad de redimensionar los límites teóricos y empíricos de la categoría analítica de persona descansa, en parte, en una doble necesidad: revisitar, por un lado, los debates y argumentos existentes en torno a esta discusión —formular, en algún sentido, un gran estado del arte sobre el tema— y considerar, por otra parte, los aportes que diferentes campos de investigación tienen para brindar en la actualidad —lo que compondría esta especie de reactualización empírica constante que toda categoría analítica requiere—. Este artículo busca ser una contribución, reducida y siempre incompleta, por supuesto, a ambas cuestiones. Seguiré, por tanto, el siguiente camino. En principio continuaré profundizando algunos aspectos de la revisión hecha por Goldman en torno al tema. Considero que existen autores, posturas e incluso disciplinas más allá de la antropología y la sociología —sobre las que trabaja fundamentalmente Goldman—, que han abordado la cuestión de la noción de persona o que bien, por las características de los temas que analizan, tienen aportes que hacer al tema. Luego de esto mostraré cómo ciertas conclusiones provenientes de los estudios antropológicos en contextos de final de vida, entre los cuales se encuentran mis propias investigaciones, tienen componentes útiles para repensar teóricamente la noción antropológica de persona. Finalmente, a modo de conclusión, daré cuenta de cómo una síntesis de lo relevado puede orientar a futuro los redimensionamientos teóricos de esta categoría.
El problema de la persona en las ciencias sociales
Me gustaría comenzar este recorrido retomando las perspectivas de Maurice Leenhardt y Clifford Geertz al respecto de la construcción cultural, en un contexto humano específico, de la noción de persona. La elección de ambos autores responde, por el lado de Leenhardt, a que el análisis de su obra en el escrito de Goldman es escaso en comparación con los alcances de sus investigaciones para el desarrollo de la temática y, en el caso de Geertz, quizá por la orientación francesa de la tradición teórica brasilera, a que ni siquiera es mencionado como un aporte posible. Considero que las propuestas teóricas de uno y otro son útiles para sistematizar un aspecto fundamental del debate en torno a la noción antropológica de persona, a saber, la diferencia cualitativa que podría existir entre una forma moderna y no-moderna —y perteneciente, por ende, a las sociedades consideradas no occidentales— de este concepto.
NOCIONES SUBSTANCIALISTAS Y RELACIONALES DE LA PERSONA
Iniciaré con Leenhardt por una cuestión cronológica. Es conocido también, al menos para quienes estudiamos esta temática, el trabajo de este autor entre los indígenas de Nueva Caledonia (1997). Tomando la empresa maussiana de analizar histórico-culturalmente la noción de persona, Leenhardt buscó comprobar etnográficamente la variabilidad social de esta categoría. A través de la noción de do kamo, traducida como “la autenticidad del ser humano”, encuentra en la intersección entre mito y lenguaje la clave para la comprensión de la construcción de la persona entre los canacos, ya que no existiría dentro de su pensamiento una distinción —que sería propia de las sociedades modernas— entre realidad mítica y realidad vivida. Los indígenas de Nueva Caledonia entienden su existencia a partir de una visión cosmomórfica en la cual la totalidad del mundo es abarcada en cada una de sus representaciones, sin distinguir el sí mismo del resto de las entidades (en oposición a nuestra visión antropomórfica, que efectuaría esta distinción). De esta forma, Leenhardt no solo demostró etnográficamente el carácter culturalmente construido del concepto de persona, sino que aportó herramientas para un entendimiento transaccional y relacional del sí mismo. En efecto, el kamo aparece como un predicado que indica la vida humana, aquello que el cuerpo soporta, existiendo sólo en función de las relaciones que establece con los demás. Lo humano, lejos de aparecer como una esencia, se revela como la posición del sujeto en el entramado de la vida social, localizada a partir de los vínculos que mantiene con las demás entidades del universo.
Geertz, aunque con diferencias, apunta a un aspecto similar cuando reconstruye la forma balinesa de significación de la persona (2003). En su propuesta, la caracterización de una individualidad, de un sí mismo separado de los demás, aparece como una necesidad existencial de orientación a la cual los humanos responden en función de la cultura en la cual se encuentran inmersos. Estas respuestas, sin embargo, dado su valor fundamental para la organización de la vida social, mantienen algunas características estructurales transversales al conjunto de la humanidad. Geertz intenta, recobrando parte de los postulados de la fenomenología social de Alfred Schütz, dar cuenta de cuáles son los órdenes simbólicos a partir de los cuales se define la persona en Bali, y que estarían vinculados con la identidad personal, el orden temporal y los estilos de conducta. De modo similar a los canacos en los análisis de Leenhardt, la persona aparece definida a partir de la función que ocupa en el espacio público, ya que el énfasis simbólico está puesto en la posición social, y no en la biografía —lo cual llama una “concepción despersonalizante de la personalidad” (2003, p. 323)—.
En un escrito posterior, en el cual profundiza sobre algunas de estas cuestiones, Geertz propone que la idea de lo que un ser humano es, en oposición a lo natural y a lo sobrenatural, en primera instancia un universal (1974). El objetivo del antropólogo es entonces entender cómo las personas se representan simbólicamente a sí mismas y a las demás. Con relación a esto, y a partir de sus trabajos etnográficos, da cuenta de cómo se estructura el self javanés, en la existencia del comportamiento y la subjetividad emocional como dos reinos separados e independientes, el self dramatúrgico de los balineses, que se caracteriza por la identificación del sujeto con su función social, y el self marroquí, en el cual la identidad es un atributo que se toma prestado del entorno, construyéndose en el proceso de interacción.
De los análisis de ambos autores se puede extraer un primer nodo fundamental, al menos en mi parecer, respecto a los debates en torno a la noción antropológica de persona. Me refiero a la distinción que pareciera existir entre lo que podríamos llamar formas sustancialistas —que se corresponderían con el yo moderno, occidental— y relacionales —típicas de las sociedades no occidentales— de la persona. Tanto en Mauss como en Leenhardt, en parte sintetizado en los conceptos de cosmomorfismo y antropomorfismo de este último autor, se encuentra la construcción antitética de una idea de la persona en la cual el yo se separa del todo social (culturalmente asociado a nuestro individualismo occidental) y otra, encontrada entre los canacos, en la cual no podría apreciarse esta distinción. La posición de Geertz en el caso de los balineses es similar. La persona como concepto analítico aparece entendida como una construcción que, vinculada con aquella interioridad a partir de la cual suele definirse la subjetividad o el self, se encuentra en relación con la posición del sujeto respecto de la estructura social total. El self balinés se define en función del lugar que este ocupa en el espacio público, mientras que el do kamo, lo “auténticamente humano”, existe en cuanto establece relaciones con el resto de los seres.
Existen algunos autores que han intentado profundizar sobre las implicancias de estas distinciones. Jean La Fontaine (1986), por ejemplo, establece una precisión conceptual entre self y persona. El primer componente de la relación refiere a la conciencia del individuo como entidad única, separada de las demás, mientras que la persona —como constructo analítico de la antropología— indicaría la confirmación de la sociedad de la significancia social de esa identidad. El individuo, por otro lado, aparece como el ser humano mortal, objeto de observación, en una definición similar a la elaborada por Dumont —individuo como sujeto empírico (1979, 1987)— o la que se encuentra en la definición dual del ser humano hecha por Radcliffe-Brown (1940) —entendido como un organismo biológico (individuo) y un complejo de relaciones sociales (persona)—. Otro de los aportes es el realizado por Grace Harris (1989). La autora propone en este sentido entender al individuo como el miembro específico de la especie humana, marcando que el concepto de especie o sus análogos, en grupos culturales particulares, puede no englobar al conjunto total de lo que los occidentales consideramos humano —lo mismo sucede con la superposición humano-persona, que en este caso sería propia de la modernidad—. A través del self, por otro lado, el humano es conceptualizado como un locus de experiencia. Harris divide el entendimiento del self como sujeto, autor de una conducta determinada, y como objeto, en forma de autoconciencia. Finalmente establece la relación fundamental entre self y persona: no puede existir un concepto de persona en ausencia de una noción culturalmente compartida del self. Ser una persona, por último, implica tener algún tipo de reputación en el orden social, como un agente-en-sociedad que vive en un orden moral determinado —lo cual rememora la vieja fórmula durkheimiana—. Lo interesante de este planteo es la idea de que a la persona se le asigna universalmente, aunque de forma variada dependiendo el contexto, algún grado de libertad de elección entre líneas posibles de acción (lo cual Harris llama capacidad de agencia).
Tenemos, hasta aquí, algunas preguntas a modo de conclusión parcial. ¿Podemos distinguir analíticamente a aquellas sociedades en las cuales el yo no existe separado del todo social de aquellas en que sí aparece de esta manera? ¿O la subjetividad es un componente de la conciencia humana que debe darse por universalmente válido? Esta indistinción yo-sociedad, que abona nociones relacionales de la persona, ¿podría pensarse en todo caso como un factor común o una característica estructural de las sociedades humanas a la cual, en contextos culturales específicos en los que opera una ideología individualista al estilo dumontiano, se le yuxtapone la posibilidad de pensar al individuo separado (y por encima, quizá) del todo? Al mismo tiempo, Harris agrega un factor que complejiza la cuestión. ¿Existe efectivamente, de manera objetiva, el ser humano como individuo empírico, o cualquier intento de delimitar ese tipo de entidad responde necesariamente a los órdenes simbólicos que la posibilitan y producen?
Respecto de este asunto, del cual solo expongo algunas líneas de pensamiento posibles, me interesa destacar una última cuestión. Tal como lo expone elocuentemente Álvaro Pazos Garciandía (2005), sobredimensionar el peso relativo de la estructura social en los grupos humanos considerados no modernos puede llevar a formular una noción sociocéntrica de la persona, reificando una idea de sujeto desdibujado y carente de agencia. La atención etnográfica a la subjetividad, entendida como el vínculo de los individuos con lo concreto de la sociedad —los otros, o la experiencia de otredad—, permitiría para este autor acceder a diversas problemáticas que los enfoques culturalistas desconocen, ya que para estos el sujeto se adecúa a pautas generales de representación (desapareciendo como tal). El estudio de las nociones culturales de persona, por ejemplo, no nos informa acerca de la producción y reproducción de formaciones subjetivas. Analizar los procesos materiales de constitución de la subjetividad, que consisten fundamentalmente en la incorporación de formas de hacer y decir, permite alejarse de las reificaciones culturalistas del concepto de persona para poner el foco sobre el vínculo subjetivo con lo social. El self aparece en este caso como la relación reflexiva de sí para consigo mismo, mientras que el sujeto es entendido como constituido en y por los vínculos con los otros. Esta noción relacional de la persona permitiría cuestionar las generalizaciones sociocéntricas que hacen desaparecer los “sí-mismos” de los otros culturales bajo categorías colectivas.
EL CARÁCTER MORAL DE LA NOCIÓN DE PERSONA
Ya abordado el debate en torno a las nociones “modernas” y “no modernas” de la persona, quisiera adentrarme en un aspecto de esta categoría que también considero fundamental para su construcción analítica —y que es, de hecho, el foco que he puesto en mis propias investigaciones dentro del marco de la antropología social (Radosta, 2022; Radosta y Paschkes Ronis, 2024)—. Me refiero a la vinculación existente entre la idea de persona y los esquemas morales de acción de los sujetos específicos que vehiculizan esta noción. Ligada a conceptos como dignidad, tal como he intentado demostrar etnográficamente, la persona humana, en el contexto específico de nuestra tradición cultural, adquiere un peso moral significativo. Fuera de este contexto, como han mostrado algunos de los autores que he venido considerando, pareciera ser que esta categoría, en la forma en la que fuere, también cumpliría una función vital en la construcción y reactualización de los esquemas morales de los grupos humanos, fundamentalmente en lo que refiere al establecimiento de los lazos sociales (tanto en su carácter productivo como imperativo). Sobre las implicancias de esto ahondaré más adelante, pero no quisiera dejar de tomar a un autor que, aunque no sea oriundo de las ciencias sociales, elabora nociones útiles para la comprensión de esta relación entre persona y moral.
Me refiero a los análisis del filósofo Charles Taylor, quien abordó la noción moderna de persona vinculándola con los esquemas morales a través de los cuales los seres humanos actuamos en el mundo. En un trabajo dedicado exclusivamente al desarrollo de este concepto, Taylor presenta a la persona como una entidad con un determinado estatus moral. La misma posee, sea de forma práctica o en potencia, ciertas características específicas: entre estas se encuentran el ser un agente al cual podemos dirigirnos, que puede responder —lo que define como un respondent (1999, p. 97)— y que es capaz de articular una visión del mundo en la cual las cosas adquieran una preocupación para él (1986), es decir, le importen (estas capacidades serían aquellas que el agente humano no comparte con el resto de los seres vivos). La conciencia se presenta como el medio a partir del cual las representaciones —que Taylor niega que sean descripciones independientes de los objetos que representan— se vuelven preocupaciones, adquiriendo una entidad moral en el universo simbólico de las personas. Ya en The sources of the self (Taylor, 2006) este pensamiento adquiere un carácter sistemático. Allí, reconociendo el lugar del pensamiento de Geertz en el desarrollo de su teoría, Taylor busca identificar la génesis de la noción moderna de lo que es ser un agente humano, estableciendo una conexión inextricable entre identidad personal y moral. El yo tayloriano toma el rasgo de la acción humana que fundamenta la vida social, la moral, y propone la orientación al bien como una necesidad existencial. La identidad personal se define por la manera en que las cosas son significativas para el individuo, en referencia a quienes lo rodean y a partir de los espacios comunes de interlocución que el lenguaje establece (y que denomina urdimbre de interlocución).
Podemos ver cómo aquí se encuentra otro núcleo de discusiones posibles en torno a la noción de persona. Taylor da cuenta, con claridad, del carácter socialmente constituido del yo, vinculándolo con una determinada orientación al bien —o sea, una orientación moral basada en la distinción cualitativa y ponderación de diferentes cursos de acción—. Si tomamos como base la constitución social de la persona, y se entiende aquello que hay de social en el ser humano como eminentemente moral, la idea de la persona como una entidad moral es fácilmente elaborable. El foco de la constitución moral de la persona, así, dejaría de estar puesto en los juicios individuales, para pasar a colocarse en las relaciones que los sujetos establecen entre sí —la naturaleza moral del vínculo social a la que apelaba Durkheim—. En su aspecto interpersonal, la categoría de persona debiera designar un tipo de entidad específico para con la cual existen imperativos morales propios del esquema cultural en el cual se la concibe —como podrían ser el respeto y el cuidado—, mientras que en un sentido subjetivo, y he aquí las conexiones posibles entre individuo y sociedad que permite este concepto (lo cual le da su relevancia en el marco de las ciencias sociales), el yo se constituye a partir de la interiorización psíquica de esas estructuras de vinculación interpersonal que la noción de persona posibilita.
Existen, fuera del marco disciplinar de las ciencias sociales, otros aportes que sustentan esta idea. Podemos pensar, por ejemplo, en la interiorización de las funciones psicológicas superiores a partir de la interacción social en la teoría de Lev Vygotsky (1978), o el fundamento lingüístico de la subjetividad tal como lo piensa Émile Benveniste (1997), en donde es en y por el lenguaje que el ser humano se constituye como sujeto —obviamente entendiendo el lenguaje como una estructura socialmente compartida y condicionada por el contexto cultural en el cual se utiliza—. No es, sin embargo, el objetivo de este escrito ser exhaustivo, sino simplemente ayudar a continuar completando lo que podría llamarse un “estado virtual del arte” acerca de las investigaciones, dentro de las ciencias sociales y humanas, que permiten ahondar sobre la noción de persona. Como aporte a esto último, quisiera presentar algunas ideas propias de análisis que se enmarcan dentro de la antropología de la muerte —corriente de pensamiento con la cual me identifico—, y que entiendo permiten continuar arrojando luz sobre esta temática.
La persona en el final de la vida. Aportes desde la antropología de la muerte
En principio, para quienes no provienen disciplinarmente de este campo, la antropología de la muerte se enfoca en el análisis de la variabilidad cultural e histórica de la vinculación de los seres humanos con el morir, en sus múltiples dimensiones. Es una corriente de pensamiento que surge a partir de la segunda mitad del siglo veinte, con trabajos clásicos como los llevados a cabo por Phillipe Ariès (2008, 2011), Louis-Vincent Thomas (1991), Norbert Elías (2009), Robert Hertz (1990), Barney Glaser y Anselm Strauss (1965) y David Sudnow (1971), entre otros. En este último tiempo, no solo ha incrementado notoriamente el acervo bibliográfico de este tipo de análisis, relevando, entre otras cuestiones, comportamientos culturales asociados con el duelo en contextos bélicos o de desaparición forzada (Panizo, 2005, 2009, 2022) y con rituales funerarios específicos de diversas sociedades indígenas (Martínez, 2013; Bondar, 2021), sino que se ha generado un corpus de investigaciones dirigidas a comprender cómo se habita el final de la vida en las sociedades actuales, en una asociación estrecha con el abordaje de lo que se conoce como cuidados paliativos (sea esto o no llevado a cabo en contextos hospitalarios). Podríamos llamarle, simplemente para darle un nombre, antropología de la persona en el final de la vida (Wainer, 2003; Lawton, 2000; Broom, 2015; Luxardo, 2010; Alonso, 2010; Menezes, 2004; Radosta, 2022).
Hecha esta aclaración, quisiera defender una idea de la cual me voy convenciendo cada vez más con el tiempo, y que tiene que ver con cómo se justifica que la antropología de la muerte sea un aporte útil al entendimiento de la noción de persona. Es una idea sencilla, típicamente antropológica. Sabemos muy bien, porque las ciencia sociales lo han documentado y analizado, que los seres humanos tendemos a naturalizar los sentidos que guían nuestro comportamiento. No somos reflexivos de las normas sociales en las cuales nos vemos inscriptos y que aportamos a reactualizar en cada interacción. Cuando uno piensa en la persona, como noción analítica, esto se traduce en no ser conscientes del hecho de que existe una variabilidad cultural e histórica en el término, por lo que consideramos que una persona humana puede variar de un grupo a otro. Mientras existimos en ese “medio seguro” entre los límites de la personeidad, podemos fácilmente ser irreflexivos del hecho de que la persona humana es una construcción cultural. Y aquí el final de la vida hace su aporte. Es una unidad de análisis con un potencial empírico valioso, porque nos permite percibir con mayor facilidad los límites simbólicos de la persona. No solemos tener que defender con ímpetu qué es una persona a lo largo de nuestra vida. Pero cuando nos encontramos en el final de ella —o en el principio también—, se expresan un conjunto de conflictos y tensiones a nivel moral y ético que dan cuenta de la necesidad humana de reafirmar los límites simbólicos de la personeidad. Este es un punto fundamental de lo que quiero presentar a continuación, y lo haré tomando como base empírica la investigación llevada a cabo por Julia Lawton (2010), así como también mis propios análisis al respecto (Radosta, 2016, 2017, 2018, 2021, 2022, 2023a, 2023b; Radosta y Paschkes Ronis, 2024).
LA PERSONA COMO ENTIDAD CORPORIZADA
Lo interesante en el análisis de Lawton, cuyas investigaciones refieren al cuidado en el final de la vida dentro del sistema de salud del Reino Unido, es la formulación de una idea corporizada de persona. La autora entiende la agencia como una relación que se establece entre el self y el cuerpo, tanto propio como de los otros, marcando cómo, por la forma específica en la que se constituye la personeidad (personhood) en el contexto de las sociedades occidentales, el mantenimiento de las fronteras corporales aparece como un factor fundamental en el sostenimiento de la integridad de la persona y el self —lo que llama cuerpo sellado (bounded body)—. La pérdida de la capacidad de entenderse a uno mismo como agente de las acciones que el cuerpo lleva a cabo, debido a las condiciones no negociables de la corporeidad que impone el padecimiento de una enfermedad amenazante para la vida, se presenta para Lawton como una desintegración y pérdida de la persona/self, lo que se manifiesta en una existencia que gradualmente transiciona del estatuto de sujeto al de objeto (tanto desde la perspectiva de los pacientes como de aquellos que los cuidan). El trabajo de Broom llega a conclusiones similares. Al considerar el cuerpo moribundo (dying body) insiste en la codependencia que existe entre fisiología y personeidad (personhood), tomando la subjetividad y la corporeidad como un núcleo indisociable. La disolución de los “bordes” del cuerpo, con relación a las ideas normativas de lo que es corporalmente aceptable en nuestra cultura —principalmente aquello vinculado al control sobre los fluidos—, comprometen para el autor la seguridad e integridad de la persona enferma.
Obviamente la idea de una persona corporizada no es nueva, más que nada si uno tiene en consideración tanto los trabajos de Merleau-Ponty como la línea de investigaciones relativas a la antropología del cuerpo, pero continúa expresando parte de los núcleos de sentido analíticos que considero vuelven a este concepto fundamental para las ciencias sociales. Si uno no superpone las nociones de self y persona, como sucede en el caso de ambos autores —y algo que ya he discutido previamente (Radosta, 2022)—, puede encontrar en la idea de agencia corporizada el potencial de referir en simultáneo a dimensiones tanto subjetivas como estructurales de la existencia humana. Somos un cuerpo, significado socialmente, con una existencia moral específica asociada a nuestra personeidad, y cuya experiencia subjetiva del mundo se construye en la interrelación constante con otros. La experiencia del final de la vida, por diferentes motivos, desdibuja los límites de nuestra corporeidad, asociada al mismo tiempo a nuestra personeidad, porque corrompe pilares fundamentales sobre los cuales se construye la tradición cultural específica vinculada a nuestra noción de persona. En esa agencia corporizada vemos entonces, nuevamente, el carácter relacional de la personeidad —perder esa característica es también perder, de algún modo, existencia moral, la cual está dirigida siempre a otro—.
PERSONA Y DIGNIDAD EN EL CUIDADO EN EL FINAL DE LA VIDA
Mis investigaciones también son un aporte en este sentido. Al analizar la filosofía que sustenta el cuidado en el final de la vida llevado a cabo por el movimiento hospice en Argentina, busqué construir un modelo teórico que contuviese los nodos fundamentales de la idea de persona en este contexto (y que, al mismo tiempo, pudiese generalizarse de tal modo de exceder esa unidad de análisis). De lo realizado, comentaré dos conclusiones generales, que son útiles a los fines de este artículo. En primer lugar di cuenta de cómo, en sociedades con nuestra tradición cultural substancialista, se resuelven la antítesis entre unas nociones esencialistas y relacionales de la persona. El concepto de dignidad, que propongo en este universo específico como el sustrato ontológico sobre el cual se construye la idea de persona —aunque habría que analizar efectivamente su alcance—, aparece como absoluto y como relación. Es, desde la perspectiva nativa, un fundamento ontológico indisociable de lo humano —se es persona por ser humano—, al mismo tiempo que se sostiene en la relación con otros —la idea de que somos espejo de la dignidad del otro—. Dado que la antropología rechaza la construcción esencialista de las categorías que usamos para ordenar el mundo (y en el caso de la idea de dignidad ha sido demostrada su variabilidad cultural), podemos ver en esta superposición ideológica de nociones antitéticas la manera de resolver una cuestión fundamental: la dignidad de la persona efectivamente, en el cotidiano social, no funciona como un absoluto (ya que si fuese de esta manera no estaría sujeta a debates éticos ni a interpretaciones disímiles, por ejemplo). Efectivamente una noción analítica de persona debe corresponderse con su carácter estructuralmente relacional, sin dejar de lado el contenido específico que adquiere en un universo cultural concreto.
Y es este el segundo y último punto que quisiera abordar. He intentado, a lo largo de mi tesis doctoral, sistematizar la variabilidad empírica de la idea de persona —a través tanto de mi propia investigación como de los análisis hechos por otros autores—, de modo de construir un modelo ideal, con valor heurístico, que amplificase aquellas características estructuralmente similares a toda categoría dedicada a distinguir el yo. Es difícil delimitar en este sentido qué pertenece a un universal humano de necesidad de orientación simbólica y qué responde a una característica particular de los condicionamientos sociales e históricos del contexto (porque además este puede no ser un objetivo deseable en cierto punto), pero la búsqueda de construir este tipo de modelos puede darnos algunas pistas acerca de cómo influye la adjudicación de personeidad en la conducta humana.
Palabras finales
Efectivamente parece que nos encontramos, y he ahí también su importancia para la articulación social, con una categoría dirigida a dar entidad moral a los seres que nos circundan. Lo que sería particular de nuestra tradición cultural moderna, es superponer esta función con la idea de persona humana —aunque no necesariamente, ya que asistimos a varios procesos de personificación de entidades no-humanas en el cotidiano social—. En otros grupos humanos esta categoría no necesariamente se reserva para aquello que nosotros entendemos como un humano, y generalmente el fundamento sobre el cual se sostiene la personeidad (eso que he definido como sustrato ontológico) se comparte con otros seres, que en ese caso también serían personas en un sentido analítico. Esta adjudicación de personeidad, dada las características específicas de una categoría como esta, otorga una existencia moral específica. En términos de la interrelación social, esto implica que esa entidad participe de un conjunto de imperativos morales y potencialidades de agencia propias de los lazos que establecemos, y que reactualizan a su vez, en un terreno tanto simbólico como práctico, esa misma existencia. Las personas deben ser tratadas de una manera específica (y no pueden ser tratadas de formas específicas) porque son significadas como tales, lo cual, como he sostenido, puede apreciarse con mayor claridad en los límites empírico-simbólicos de su existencia. De allí que la antropología de la muerte, como una antropología de la persona en el final de la vida, tenga aportes útiles que hacer a la construcción de esta noción analítica tan esquiva (y al mismo tiempo tan importante).
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Cita sugerida
Radosta, D. I. (2024). El problema de la persona en las ciencias sociales. Aportes desde la antropología de la muerte. Minerva. Saber, arte y técnica, 8(2). Instituto Universitario de la Policía Federal Argentina (IUPFA), pp. 46-56.
Doctor en Antropología Social (EIDAES/UNSAM). Especialista en Bioética (FLACSO). Investigador en Fundación Ideas Paliativas en Acción (IPA). Dcente en Universidad Nacional de San Martín y Universidad Favaloro.