EDUCACIÓN

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Artículo bajo licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional (CC BY-NC 4.0).

La era de los celulares: ¿qué nos pasa en las escuelas?

ARK CAICYT: https://id.caicyt.gov.ar/ark:/s25456245/ju23brmht

Leandro Esteban Rodríguez*

Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina

leandrorodrigueztt@gmail.com

RECIBIDO: 21 de julio de 2025
ACEPTADO: 2 de septiembre de 2025

Resumen

El artículo analiza el impacto del uso masivo del celular, las redes sociales y la inteligencia artificial (IA) en la educación, destacando cómo estas tecnologías han transformado la infancia y adolescencia. A partir del marco de Jonathan Haidt, se identifican cuatro efectos negativos: privación social, del sueño, fragmentación atencional y adicción. Además, aborda la tensión cultural que vive la escuela entre la lógica digital rápida y superficial, y la lógica educativa tradicional. Finalmente, se presentan alternativas escolares como la regulación del celular en clase, el juego libre y proyectos educativos para recuperar presencia, vínculos y pensamiento crítico.

Palabras clave: educación; infancia digital; celular; inteligencia artificial; escuela

The Age of Cell Phones: What’s Happening in Our Schools?

Abstract

The article analyzes the impact of widespread use of cell phones, social media, and artificial intelligence (AI) on education, highlighting how these technologies have transformed childhood and adolescence. Drawing on Jonathan Haidt’s framework, it identifies four negative effects: social deprivation, sleep deprivation, attentional fragmentation, and addiction. It also addresses the cultural tension within schools between the fast-paced, superficial digital logic and the traditional educational logic. Finally, it presents school-based alternatives such as regulating phone use in the classroom, encouraging free play, and implementing educational projects aimed at restoring presence, relationships, and critical thinking.

Keywords: education; digital childhood; cell phone; artificial intelligence; school

1. Introducción

Desde el lanzamiento del primer iPhone en 2007, el teléfono móvil se transformó de simple dispositivo de comunicación a extensión del cuerpo, la atención y la mente. En la actualidad, cumple múltiples funciones: teléfono (cada vez menos) reloj, agenda, cámara, calculadora, reproductor, mensajero, portal a redes sociales y fuente constante de estimulación digital. En la Argentina, el 93 % de la población posee un smartphone, con un uso diario promedio superior a las 9 horas, en su mayoría a través del celular (We Are Social, 2024). El fenómeno se intensifica en la adolescencia: el 95 % de los jóvenes de entre 13 y 17 años tiene un teléfono propio, que utiliza como principal herramienta para informarse, socializar y entretenerse.

Estos datos, si bien coinciden con tendencias globales, adquieren características particulares en el contexto argentino. Según el informe Kids Online de UNICEF (2022), el 91 % de los estudiantes de 6° grado tiene acceso a un celular y lo lleva a la escuela. El Observatorio de Argentinos por la Educación, a través de un informe de Goldin, Alzú y Sáenz Guillén (2024), por su parte, reveló que más del 54 % de los estudiantes de 15 años se distrae con su celular durante las clases de matemáticas, lo que ubica a la Argentina entre los países con mayor nivel de interferencia digital en el aula según PISA.

Este escenario ha motivado respuestas institucionales. En 2024, el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires estableció una regulación que prohíbe el uso del celular en el nivel primario y limita su utilización en secundaria, argumentando que “las pantallas afectan la concentración, el aprendizaje y la convivencia escolar” (GCBA, 2024). A nivel internacional, países como Francia implementaron medidas similares desde 2018, y más recientemente Finlandia, Países Bajos y Suecia han iniciado un regreso al papel en lugar de tablets en las aulas, en busca de recuperar la atención profunda y el vínculo con la lectura física (The Guardian, 2023; Varea, 2024).

Estas iniciativas reflejan una inquietud creciente: ¿qué sucede con la experiencia educativa cuando la lógica de la inmediatez, la hiperconexión y la distracción permanente ingresa sin mediación a la escuela? ¿Qué tipo de subjetividad se está formando cuando los vínculos, la concentración y el pensamiento crítico son desplazados por la lógica del scroll y la respuesta rápida?

Este artículo explora esa problemática a partir de tres ejes:

    1. El impacto del celular en la infancia y la adolescencia, con énfasis en la salud mental y los procesos de socialización, según Jonathan Haidt (La generación ansiosa).

    2. La reconfiguración de la experiencia escolar y del vínculo pedagógico en contextos de distracción estructural.

    3. La irrupción de la inteligencia artificial como interlocutora emocional y herramienta de escritura automática, que plantea nuevas preguntas sobre el pensamiento, la creatividad y la agencia subjetiva.

En definitiva, este ensayo busca reflexionar sobre qué está pasando en nuestras aulas en la era del celular –y ahora también, de la IA–, y cómo las instituciones educativas pueden volver a ofrecer una experiencia significativa de encuentro, atención y pensamiento en un mundo que parece orientado a disolverlos.

2. La infancia en reconfiguración

Durante gran parte del siglo XX, la infancia fue concebida como una etapa atravesada por la exploración autónoma, el juego libre en el espacio público y la construcción de vínculos presenciales con pares y adultos. Esta configuración –frecuentemente idealizada en la literatura pedagógica– entendía el juego como un componente central del desarrollo emocional, cognitivo y social. Autores como Jean Piaget y Lev Vygotsky destacaron el valor del juego como forma de internalización de normas, resolución de conflictos y consolidación de la autonomía.

Jonathan Haidt describe este período como una “infancia basada en el juego”. Sin embargo, desde 2010, la masificación de los smartphones generó lo que él denomina una “infancia basada en el teléfono”: los niños y niñas pasan menos tiempo jugando afuera, son más sedentarios y socializan principalmente a través de pantallas (Haidt, 2024). Otros autores, especialistas en infancia como Peter Gray (2013) han advertido que la desaparición del juego libre no solo empobrece las habilidades sociales de los niños, sino que puede generar estados de ansiedad, dependencia adulta e inhibición del pensamiento creativo.

En esta misma línea, pero desde una perspectiva pedagógica, Dussel (2014) advierte que la escuela enfrenta el desafío de reconfigurar su autoridad cultural en un contexto atravesado por las tecnologías digitales. El currículum tradicional pierde relevancia si no reconoce que los jóvenes ya habitan circuitos culturales mediados por pantallas, con lenguajes, tiempos y formas de interacción distintas a las escolares. Esto plantea la necesidad de repensar no solo los contenidos a enseñar, sino también las condiciones bajo las cuales la institución educativa puede seguir siendo un espacio legítimo de producción de saber en una ecología mediática expandida.

En la Argentina, este proceso es visible en la vida cotidiana. Un informe del Ministerio de Educación en 2023 confirmó una caída del 30 % en la participación de los estudiantes en actividades físicas extraescolares en zonas urbanas durante la última década. En paralelo, datos de UNICEF muestran que, en niños de nivel primario urbanizados, el juego libre al aire libre disminuyó de cuatro horas diarias en 2010 a poco más de dos horas en 2022.

Un indicador indirecto pero significativo del retroceso del juego físico en la infancia es la crisis de la industria del juguete tradicional a nivel global. En los últimos años, grandes cadenas como Toys“R”Us cerraron cientos de tiendas en Estados Unidos, Reino Unido y Canadá, afectadas por la digitalización del juego, la expansión de las pantallas y el cambio en los hábitos de consumo infantil. Según el informe de Circana (2024), el mercado global de juguetes cayó un 7 % en 2023, marcando la tercera baja anual consecutiva. Las ventas de muñecos, bloques y juegos de mesa fueron reemplazadas parcialmente por contenido digital, videojuegos y suscripciones a plataformas de entretenimiento. En mercados como Alemania, Japón y Brasil, el descenso ha sido más acusado en el segmento de 7 a 12 años, que migra aceleradamente hacia tablets, celulares y videojuegos en línea.

Estos datos indican una transformación profunda: los niños dedican menos tiempo a activar su cuerpo, imaginar, interactuar con objetos físicos y socializar libremente. Esto impacta directamente en el desarrollo de lo que Haidt llama “cerebros expectantes”: sistemas neuronales que requieren experiencias reales como el juego, el desenlace del cuerpo, el riesgo controlado y la resolución espontánea de conflictos para desarrollarse plenamente.

Al ausentarse estas prácticas formativas –reemplazadas por el uso intensivo y pasivo de pantallas– surgen, según Haidt (2024), consecuencias emocionales, cognitivas y sociales:

Estas tendencias no son culpa de las pantallas, pero sí son su consecuencia estructural. Muchos de los niños que llegan a la escuela hoy lo hacen con menores habilidades para estar juntos sin mediación y para enfocar su atención en procesos comunes. La escuela, por tanto, debe revisar no solo qué enseña, sino cómo responde al vacío dejado por la reducción del juego libre y la hiperconexión digital.

3. Los cuatro daños fundamentales según Haidt

Jonathan Haidt identifica cuatro impactos centrales del uso intensivo del celular y las pantallas en la infancia y adolescencia: privación social, privación del sueño, fragmentación de la atención y adicción.

Fabio Tarasow (2024), de FLACSO-PENT, advierte que “las investigaciones son contundentes: la presencia del celular en el aula tiene efectos distractivos y perjudiciales […] [,] es necesario definir políticas institucionales claras”. El informe de FLACSO-UNICEF (2021) señala un aumento en el uso de pantallas y recorte de actividades grupales presenciales entre adolescencia y niñez.

Estos cuatro daños son consecuencia directa de la transición de una infancia basada en el juego a una hiperconectada. Los mismos algoritmos que fragmentan el tiempo libran una batalla por la atención, la presencia y el vínculo. La escuela, por tanto, se enfrenta no solo a decisiones sobre contenidos, sino a una lucha por la experiencia vital compartida.

4. La escuela como campo de batalla cultural

La escuela, tradicionalmente concebida como un espacio de socialización, transmisión de conocimientos y orientación ética, hoy se ve atravesada por una tensión profunda entre dos temporalidades: la lenta, dialógica y simbólica del aula; y la vertiginosa, fragmentaria y visual de la cultura digital. Esta no es solo una disputa generacional, sino también una pugna cultural entre concepciones contrapuestas de lo que significa estar en el mundo. El celular parece no solo haber afectado el rendimiento académico, un estudio detectó un deterioro en la facilidad para entablar amistades y un menor sentido de pertenencia escolar, sugiriendo que el uso intensivo del smartphone compromete también las habilidades sociales fundamentales (Jain y Stemper, 2024).

Para muchos estudiantes, el celular no es solo una herramienta, sino su forma primaria de estar con otros. Mientras el docente expone, fotos, memes o mensajes van y vienen sin cesar. Es una cultura relacional distinta: visual, inmediata y performativa. Como advierte Mariana Maggio, experta en innovación educativa en Argentina, “la escuela actual enfrenta una paradoja: pretende formar sujetos críticos y autónomos, pero lo hace bajo lógicas rígidas, desfasadas del tiempo cultural de los jóvenes” (2018).

Esta tensión queda plasmada en el diseño de políticas escolares: se prohíbe TikTok, pero se promueve el uso de plataformas digitales; se pretende silencio, pero se carece de estrategias pedagógicas que contrarresten la lógica del scroll. Esto suele generar frustración en docentes, familias y directivos, que se ven atrapados entre lo que esperan y lo que realmente sucede en los pupitres.

La tensión digital no solo impacta a estudiantes sino también atraviesa a quienes enseñan. En las jornadas de formación, muchos docentes relatan sentirse presionados a estar “siempre al día”: conocer cada novedad tecnológica, responder chats de colegas a cualquier hora, “favorecer la digitalización sin perder la autoridad”. Esta autoexigencia, lejos de ser positiva, genera ansiedad, agotamiento y una sensación de insuficiencia frente a las expectativas que recae tanto en el aula como en su propia actualización

El acceso desigual a dispositivos y conectividad también influye: sectores vulnerables a veces creen que la tecnología lo arregla todo –pero no cuentan con acompañamiento ni herramientas de uso crítico–. Como plantea la investigadora Natalia Aruguete (2022), “no basta con traer tecnología al aula; es necesario formar sujetos críticos que sepan interrogarla”, y eso demanda políticas verdaderamente inclusivas.

Esta disputa cultural –entre celular y lógica escolar, entre exigencia docente y sentido real del aula– es el epicentro de las tensiones analizadas. Afecta no solo lo que se enseña, sino cómo, con quién, en qué condiciones relacionales. Si el celular reinventa la presencia, la conectividad desdibuja los roles y la tecnología impone escalas de actualización permanente, entonces la escuela necesita reconstruir un nuevo contrato pedagógico: con tiempos, interlocutores, límites y sentidos renovados.

5. ¿Qué hacer? Alternativas escolares

Frente al avance del malestar digital en las aulas, muchos educadores se sienten en una encrucijada: saben que algo debe cambiar, pero no siempre está claro qué ni cómo. Jonathan Haidt propone, en La generación ansiosa, una batería de medidas que pueden ser tomadas desde el ámbito escolar para reducir el impacto nocivo del uso excesivo del celular en el desarrollo infantil. Entre ellas destacan eliminar los teléfonos del entorno escolar, recuperar el juego libre y promover la autonomía.

Existen innumerables proyectos en escuelas como huertas urbanas, reciclado, apoyo escolar y trabajo con personas mayores integran saberes curriculares y acción social, fomentando autonomía, empatía y responsabilidad social.

Los jóvenes desarrollan:

    1. Autorregulación emocional, al planificar y enfrentar incertidumbres del trabajo comunitario.

    2. Empatía relacional, mediante la interacción real con otros (niños, adultos mayores, vecinos).

    3. Sentido de propósito, al ver que su aporte tiene impacto tangible en la comunidad.

Así, la escuela rompe el encierro de las pantallas y la fragmentación atencional, ofreciendo un espacio educativo donde aprender a ser con los otros y aprender haciendo con sentido.

Este enfoque es la antítesis de la dispersión celular o la compañía artificial de la IA. En lugar de estimular respuestas inmediatas, reproduce procesos lentos, incómodos, relacionales y emotivos: justo lo que las generaciones hiperconectadas necesitan para recuperar lentamente el capital humano relacional, ético y emocional. Por último, muchas de estas propuestas exigen algo más incómodo: revisar también el uso que los adultos –docentes incluidos– hacemos del celular. No se trata de culpar, sino de construir una ética compartida de la atención, basada en la presencia plena, la escucha activa y el respeto por el espacio común.

6. Inteligencia artificial en la educación: nuevas tensiones

Con el celular aún consolidándose como protagonista en las aulas, ahora emerge un nuevo actor que altera profundamente el paisaje educativo: la inteligencia artificial generativa. La expansión del uso de ChatGPT y herramientas similares plantea una interrogación urgente: ¿qué sucede cuando trasladamos al aula una tecnología capaz de pensar por los estudiantes?

Un estudio reciente del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), liderado por Nataliya Kosmyna (2025), analizó qué sucede con la actividad cerebral al escribir un ensayo con y sin ChatGPT. El resultado fue contundente: los usuarios asistidos mostraron menor actividad neural, menos creatividad, retención reducida y textos más uniformes, mientras que el grupo que escribió sin IA activó mucho más su cerebro y produjo contenido más original. Los investigadores advierten sobre una “pereza metacognitiva”.

Este fenómeno no es un caso aislado. Numerosas investigaciones, incluidas las de MIT, Time y Media.TechNewsWorld, señalan que confiar en IA para tareas cognitivas profundas tiene un alto costo a mediano y largo plazo.

Estos efectos generan varios dilemas en la escuela:

No obstante, la IA no es necesariamente enemiga. Modelos constructivistas proponen usarla como objeto para pensar con, como herramienta que estimule metacognición, creatividad y autoevaluación. Herramientas como Cognimates (DeepMind) promueven la creación colaborativa con IA como estrategia educativa, no como sustituto.

Pero hay un fenómeno que está creciendo muy fuerte. La IA como consultora emocional. Uno de los usos más inquietantes y menos debatidos de la inteligencia artificial entre adolescentes es su rol como interlocutora emocional o amiga virtual. Aplicaciones como Replika, Character.ai o incluso el uso informal de ChatGPT, están siendo empleadas como espacios de descarga emocional, consejería afectiva y exploración de identidad, especialmente entre jóvenes que se sienten solos, ansiosos o excluidos.

Según la antropóloga Sherry Turkle (2023), esto genera una paradoja: “los adolescentes buscan compañía en sistemas que simulan comprensión, pero que no comprenden realmente nada”. Las IA conversacionales devuelven palabras vacías de cuerpo, y aunque pueden calmar ansiedades puntuales, refuerzan el patrón de aislamiento. Esta relación asimétrica no enseña a dialogar con el otro real, a gestionar la frustración o a tolerar la ambigüedad de las relaciones humanas.

Por otro lado, investigaciones recientes muestran que, para algunos adolescentes, la conversación con la IA reemplaza o desplaza su actividad en redes sociales tradicionales, al evitar el juicio de pares, el bullying o la exigencia de validación permanente. Sin embargo, esto no resuelve el problema de fondo: el sujeto sigue solo, ahora acompañado por una máquina que nunca lo interrumpe ni lo interpela. En definitiva, la IA plantea un nuevo escenario que replica la tensión ya vivida con el celular, pero con efectos más profundos: ya no se trata solo de atención dispersa, sino de delegar el pensamiento mismo. Ante esto, la escuela debe decidir: ¿quiere ser un mero usuario de tecnología o un espacio de formación crítica que enseñe a dialogar con ella, no a dejarse sustituir?

7. Conclusión: entre la pantalla y el otro

En las últimas dos décadas, la escuela ha visto transformarse radicalmente a quienes la habitan. No se trata solo de nuevas tecnologías, sino de nuevas formas de subjetividad. Lo que comenzó con la expansión del teléfono celular derivó en una infancia hiperconectada, luego amplificada por redes sociales que reformatearon la noción de vínculo, y ahora complejizada aún más con la irrupción de la inteligencia artificial. Cada una de estas etapas trajo promesas de acceso y eficiencia.

Como ha mostrado Jonathan Haidt en La generación ansiosa, la infancia basada en el teléfono sustituyó el juego libre, la conversación espontánea y la autonomía progresiva por pantallas que premian la pasividad, la comparación constante y la gratificación inmediata. Esta transformación no solo generó un aumento alarmante de la ansiedad y la depresión adolescente, sino que redefinió la manera en que los estudiantes llegan al aula: más informados, pero menos presentes; más conectados, pero más solos.

A eso se sumó una novedad que recién comienza a desplegar su impacto: la inteligencia artificial generativa. Al principio celebrada como una herramienta revolucionaria para el aprendizaje, rápidamente surgieron alertas. Estudios recientes del MIT advierten que su uso intensivo disminuye la actividad cerebral, deteriora la creatividad y genera una “pereza cognitiva” que impide el desarrollo de habilidades profundas como la escritura reflexiva o el razonamiento complejo.

Pero el fenómeno más inquietante no es estrictamente académico. Cada vez más adolescentes comienzan a usar herramientas como ChatGPT o Replika como consultores emocionales. Reemplazan la conversación con sus pares por el diálogo con una IA que “no los juzga”, “siempre responde” y “está disponible a toda hora”. En un giro silencioso, la tecnología que antes dispersaba la atención ahora empieza a suplantar el lazo social mismo. Ya no es solo una herramienta, es una compañía artificial que reemplaza la corporalidad y hasta las redes virtuales.

Frente a esta acumulación de desplazamientos –del cuerpo, del vínculo, del esfuerzo, del error–, la escuela no puede permanecer inmóvil ni nostálgica. Debe volver a preguntarse cuál es su diferencia específica en una época donde la información está en todas partes, pero la presencia auténtica escasea. Y quizás esa diferencia esté precisamente ahí: en ofrecer un espacio donde aún se puede mirar, conversar, disentir, jugar, esperar, ensayar, fracasar y volver a intentar.

Las soluciones no son mágicas ni tecnofóbicas. Pueden comenzar por restringir el uso del celular durante la jornada escolar, promover espacios de juego no estructurado, y diseñar experiencias donde la inteligencia artificial sea una herramienta para pensar con otros, no para pensar por uno. Pero, sobre todo, se necesita reconstruir una comunidad escolar que valore la lentitud, el cuerpo, el silencio, la palabra hablada. No como reacción romántica, sino como acto político y pedagógico.

De este modo, el problema no radica únicamente en los efectos psicológicos o emocionales de la “infancia basada en teléfonos” (Haidt, 2024), sino también en cómo la escuela se posiciona frente a este escenario. Como advierte Dussel (2014), “la pregunta por la relevancia del currículum escolar se juega en su capacidad de reconocer los saberes que circulan en la cultura digital y de ofrecer herramientas para analizarlos críticamente” (p. 12). La tarea de la educación, entonces, no sería ignorar ni combatir de forma reactiva estos entornos digitales, sino integrarlos críticamente, de modo que los estudiantes desarrollen recursos para comprender, interpretar y resignificar sus prácticas culturales en un marco formativo

Si el celular nos quitó atención, las redes sociales nos quitaron espontaneidad, y la IA nos promete quitar incluso el pensamiento, entonces la escuela debe convertirse –más que nunca– en un lugar donde algo no se rinda: el derecho a la presencia, al vínculo, al esfuerzo compartido y al pensamiento propio.

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Cita sugerida: Rodríguez, L. E. (2025). La era de los celulares: ¿qué nos pasa en las escuelas? Minerva. Saber, arte y técnica, 9(2). Instituto Universitario de la Policía Federal Argentina (IUPFA), pp. 52-63.

*Rodríguez, Leandro Esteban

Licenciado en Economía, Universidad de Buenos Aires (UBA). Magíster en Regulación de Servicios Públicos, Universidad de Barcelona; y en Evaluación de Proyectos (UCEMA-ITBA). Con amplia trayectoria en docencia y gestión académica en la UBA, ha sido rector de instituciones preuniversitarias y profesor en diversas maestrías, especializado en gestión educativa, economía pública, regulación y gestión de servicios.